Universo 4

Flirteos y floretes.

Siete eran los pretendientes, a cada cual más pendenciero y bravucón. Su fama se extendía por toda Francia. Y en París no había mujer que no suspirara por alguno de ellos. Su fama les precedía, los hombres les temían y las mujeres les adoraban. Pero solo una dama habitaba en sus corazones. René era el de menor edad, mosquetero del Rey desde los catorce años, alto, apuesto y de un valor sin igual. Corso era el mayor de los siete, capitán de la guardia imperial del Rey Sol, adinerado, sincero y un espadachín reputado. Robert, era un acaudalado Conde inglés, que vivía en París dedicado a la vida contemplativa, las pendencias y los amores. A cada cual más respetado e inflado de arrogancia.

Pierre no hacía mucho que había regresado de las cruzadas, donde buscaba la indulgencia por sus pecados. Acusado de asesinato por participar en múltiples duelos, tuvo que viajar a Jerusalén a luchar como penitencia, ahora tras su regreso su fama era inmensa pues había vuelto con honores y riquezas. Balçac, era el más refinado, cultivado en las artes y en las letras, solo empuñaba la espada para defenderse y mataba según él con un buen gusto exquisito. Henry, sin duda el más bello de entre los bellos, era tal su hedonismo, que en toda la ciudad se rumoreaba que nunca se casaría, porque toda mujer le resultaba más fea que él mismo. Armand, mujeriego empedernido, sus conquistas se contaban por miles, innumerables historias de amores y desamores le rodeaban, y por este motivo siempre andaba huyendo perseguido por algún indignado marido.

Siete hombres fieros, siete floretes terribles, siete destinos encontrados por culpa de una bella flor. Los hombres son tozudos, y más si son franceses. Pero si además llevan consigo un acero, el desenlace de esta historia puede ser terrible.

Una bella dama había llegado a París. Una flor, recién florecida, virginal y rosada. Constantine la duquesita de Lyon, se traslado a París, por orden de su viudo padre. Inconsciente joven, no sabedora de las consecuencias que vendrían a originar su mudanza. Desde su llegada fue la atracción de la Nobleza y la boyante burguesía. En la Opera se la envidiaba. En el Teatro Real se la señalaba con dedos groseros. En Palacio era la comidilla. ¿Quien desfloraría a tan delicada flor primaveral?

Las apuestas crecían, las discusiones estaban a la orden del día. - Será, Balçac-, decía el ayuda de cámara de la reina mientras discutía con la cocinera de Palacio. - Estoy convencido de que el joven René la amará primero-, protestaban una mujer en el mercado. Pero oh infortunio, que final insospechado nos tiene reservado la rueda de la Fortuna.

Nuestra Constantine halagada, abrumada, temblorosa y excitada, se frotaba las manos ante la perspectiva de jugar con tantos apuestos galanes. Y entre sus amigas bromeaba diciendo que se casaría con el que estuviera dispuesto a morir por ella. Que ilusa, que hombre estaría dispuesto a dar su vida por amor, por su virginidad si, pero por amor. En su cabeza cobraba forma una fantasía, propondría a sus amantes un duelo singular, y el victorioso la tendría a ella como premio. Solo de pensar en aquella posibilidad sus carnes temblaban y su sudor frío como el aire en Diciembre, recorría partes de su cuerpo que ni ella misma había visto jamás.

Y así un día se decidió, sería la mujer más envidiada de toda la Corte, los siete mejores hombres de toda Francia pelearían por ella. Y así comenzó a mandar misivas, citando a los duelistas, para que lucharan por el codiciado trofeo. Por supuesto todos los aludidos pensaron que aquello era una locura, pero ¿cómo podían negarse?, su honor y su hombría quedarían en entre dicho, con lo cual estaban obligados a acudir a aquel suicidio colectivo.

La funesta mañana del día dieciocho de Febrero, medio París estaba reunido frente a la Iglesia de Saint Denis. Y allí como no podía ser de otro modo se encontraban también nuestros galanes y la delicada duquesa. El duelo fue tremendo, espectacular, sobrecogedor, una a una las mejores espadas del país caían sin remedio. Henry, fue el primero en dejarnos, pobre hedonista, murió sin duda preocupado por su aspecto en sus funerales. El estirado inglés le siguió sin tardanza, no sin antes de expirar gritar un Dios salve a la Reina. La gente boquiabierta, asistía a aquella matanza sin saber si aplaudir o llorar.

El joven René, ya no ascendería más como mosquetero, pues una estocada de Corso le mandó a criar malvas. Pero Corso obtuvo pronto su merecido y el artista Balçac le preparó un sepelio de muy buen gusto. Pocos quedaban ya y el rostro de Constantine era un mar de lágrimas y amargura. Balçac recitaba a Horacio, mientras se defendía de las feroces acometidas de el cruzado camorrista Pierre, que a su vez se cubría de los lances de Armand, que parecía inquieto por la posible aparición de un marido celoso. Y así en un desliz, vimos caer a Pierre, fatal resbalón, que le hizo perder pie y acabar traspasado por el florete presto de Armand. Solo dos, pensaba Constantine, Dios mío, solo quedan dos. Exhaustos, heridos, y preguntándose si merecía la pena morir por un virgo, nuestros dos valientes se atacaban y se defendía sin mucha convicción. Y ya se alzaba entre la chusma un murmullo de desaprobación. - ¡Qué se maten!- grito alguien, y del gentío se escucharon frases de aprobación. Y así fue se mataron, primero fue herido de muerte Armand, que quedo tendido en el suelo, pero con un último esfuerzo hirió a su vez al ilustrado Balçac.

La pobre Constantine pálida como una lápida, corrió hacia la pila de cadáveres. - Por mi culpa-, gritaba, - por mi culpa-. Y a su espalda el gentío comenzaba también a gritar, - ¡Por tu culpa!-. Y así fue como la multitud enfervorizada, llevo en volandas a la pobre joven hasta la Bastilla, donde fue decapitada aquella misma tarde para escarmiento de damas frívolas y caprichosas. Moraleja, quien mucho abarca poco aprieta.

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