Universo 8

Hermanos.

Varsovia 27 de septiembre de 1.939.

Wilek llevaba de la mano a la pequeña Rebecca. Sus padres iban delante forzando la marcha, casi inalcanzables. El vaho se mezclaba con la espesa niebla que impedía ver más allá de un par de metros. El viejo Josef, mayordomo de la familia desde que los padres de ambos niños nacieron, esperaba intranquilo junto a la furgoneta de reparto de la empresa familiar. Los niños fueron alzados por Josef a la parte trasera, donde su madre los tapó amorosamente con unas mantas, sin poder aguantar ya las lágrimas. Esa sería la última vez que Emilie y Rafau verían a sus dos hijos, y si a alguien querían en el mundo era a Wilek y a Rebecca.

La furgoneta arranco brusca, con un seco tirón, separando a la familia para siempre. Ambos hermanos contemplaron las siluetas de sus padres cada vez más borrosas por la niebla, hasta que no fueron más que una impresión de humo en la retina. Josef conducía de forma frenética, en más de una ocasión Wilek pensó que esa curva sería la última, pero milagrosamente la vieja furgoneta volvía al asfalto después de cada viraje con un chirrido y se lanzaba de nuevo a toda velocidad por la recta siguiente. La mañana era muy fría y los niños no tardaron en sumergirse completamente en las mantas, abrazados, con el corazón latiendo con vida propia y sin más lágrimas que las que mojaban las mantas. El sueño les llegó reparador, inconsciente, como la única cura a su dolor.

Con el paso de las horas Josef relajó su velocidad, pero continuó la marcha sin detenerse, siempre por carreteras poco concurridas e incluso por caminos desiertos casi intransitables. Alejándose de Varsovia para llegar a la U.R.S.S sin saber que sería mejor si el yugo de los rusos o la invasión de los nazis. Años más tarde podría estar contento de haber elegido Rusia y de haber escapado al destino que alcanzó a seis millones de judíos.

Unos ciento cincuenta kilómetros separan las afueras de Varsovia de la frontera con la vecina Rusia, un conductor que conozca la región, puede moverse por caminos secundarios, lejos de las carreteras principales y llegar con facilidad a la frontera. Pero no sería tan fácil pasar si los alemanes ya habían llegado y algo le decía a Josef que los nazis estaban esperándole. El motor mercedes roncó al detenerse en lo alto de la colina y carraspeo hasta apagarse cuando el anciano quitó el contacto.

Con aire cansado el viejo Josef se acercó a la parte trasera donde los ateridos niños dormitaban intranquilos. Suavemente los despertó y habló con Wilek en susurros, diciéndole que estaban cerca de la frontera, y que tratarían de cruzar a toda costa. Cuando se lanzarán a toda velocidad colina abajo, tendría que proteger a su hermana y cuidarla si a Josef le pasaba algo. Pero para los tres aunque no lo supieran, morir allí sería mejor que dejarse atrapar.

El motor alemán volvió a roncar y a petardear como protestando por tener que reiniciar la marcha. Pero pronto entró en calor y Josef pisó un par de veces el acelerador, más para convencerse a si mismo que para probar la respuesta de la máquina. Cerrando los ojos dejo volar sus pensamientos antes de iniciar el descenso, y pensó que no era el primer judio que tenía que huir. Que aquel no era el primer éxodo de su pueblo y que probablemente no sería el último. Pensó en la Tora que obliga a relatar el Exodo de Egipto y una frase le llenó la mente, V'higaditá l'vinjá ba'iom ha'hú leimor, ba'avur zé asá Hashem li b'tzeisí m'Mitzraim*.

El vehículo aceleró, precipitándose por la cuesta abajo. Al principio no parecía que corriera mucho, pero según bajaba la pendiente, el peso y la aceleración hicieron que volara por el camino de tierra. Una sonrisa acudió a los labios de Josef que con la vista fija en la carretera recitaba una oración. Los niños luchaban por mantenerse dentro de la parte trasera sin saltar arrojados al camino en uno de los numerosos baches. Cuando alcanzaron la mitad de la pendiente la barrera del paso fronterizo se hizo visible y Josef sin para de rezar pudo ver al oficial de guardia correr hacia el telefono de la garita. Pero ya no había marcha atrás, no los cogerían, al menos no vivos. La vieja furgoneta mercedes temblaba y se bamboleaba amenazando con salirse de la carretera a la mínima oportunidad, pero el conductor mantuvo con firmeza el volante apuntando la estrella del morro contra la barrera roja y blanca.

Tres soldados de gris se colocaron delante de la barrera, disparando sus ametralladoras contra el proyectil de acero que se les venía encima desde la colina. Las balas mordían la chapa, silbaban, rebotaban y pasaban de largo en un estruendo de motores y armas de fuego. Josef que ya no veía el camino, pues su cabeza estaba a la altura del volante, rezaba a voz en grito todo lo que se le pasaba por la cabeza incluida más de una maldición en hebreo.

Cuento más se acercaban a la frontera más arreciaba la lluvia de proyectiles. Los soldados alemanes se afanaban en cargar y disparar, recargar y volver a disparar, pero la mercedes seguía adelante sin menguar su velocidad como impulsada por una fuerza irresistible. Y así llego al puesto fronterizo como un torpedo de óxido y resto de pintura verde oscura. El oficial refugiado en la garita chillaba palabras sin sentido al teléfono mientras veía como sus hombres se apartaban a ambos lados del camino para no ser aplastados por la furgoneta. Después de oír el crujido de la barrera Josef reunió valor para volver a levantar la cabeza y ver a tiempo que o giraba o tomaría una curva recta estampándose contra un granero, pero el viejo judio, con la confianza recuperada giró con suavidad poniendo la furgoneta camino a la libertad.

Sólo cuando divisaron las luces de la primera aldea rusa, detuvieron el vehículo. Josef fue a la parte de atrás para ver como estaban los chicos. Cuando retiró la manta suspiró y se tranquilizo. Los pequeños estaban bien, todo lo bien que se puede estar después de haberte separado de tus padres, de tu hogar y de tu país. Los tres se abrazaron llorando y prometieron que seguirían siempre juntos. Y así fue, los tres estuvieron siempre juntos. Y los dos hermanos lloraron de nuevo juntos cuando Josef murió al cabo de los años. Y volvieron a llorar la primera vez que pisaron Polonia y visitaron las anónimas tumbas de sus padres. Pero siguieron adelante y ahora sus tumbas pueden visitarse en Tel Aviv, y en ellas siempre hay flores porque sus hijos y sus nietos no dejan de visitarles siempre que pueden.


* Y relatarás a tu hijo en ese día, diciendo: "Es por esto que Hashem actuó por mí cuando salí de Egipto."

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